ACTIVIDAD Y SERENDIPITY
Serendipity: “la facultad de hacer –por casualidad- descubrimientos afortunados e inesperados” (Oxford Advanced Dictionary).
En el presente capítulo se defiende la necesidad de una postura terapéutica activa, directiva en la terapia breve. Uno de los mayores mitos que invaden una gran parte de la literatura sobre los tratamientos psicológicos es que los terapeutas no deberían aconsejar. Karasu (1992), en un libro en el que dispensa una gran cantidad de sabiduría, aunque desde la perspectiva psicodinámica, se refiere del siguiente modo a este punto:
El terapeuta, a diferencia del internista o del cirujano, deliberadamente evita intervenir para resolver los problemas del paciente o incluso para aconsejarle que proceda en una dirección particular. Evita recomendar las acciones a ejecutar, por muy tentadoras que sean, como persuadir al paciente para que disuelva un matrimonio problemático, animarle a que abandone un puesto de trabajo o dirigirle a ser más asertivo o sexual. (p. 211)
En contraste directo con la postura de Karasu, London (1964) un auténtico visionario, señalaba que la “terapia de acción” a menudo exige discusiones, exhortaciones y sugerencias de los terapeutas que estén dispuestos a asumir responsabilidad en los resultados del tratamiento. London afirmaba:
Los terapeutas pueden influir satisfactoriamente sobre la conducta o pueden no hacerlo, y tienen pocas alternativas para reclamar. Si dicen que no pueden hacerlo o no lo hacen en esas áreas donde lo fundamental es el interés humano, y por lo tanto no son responsables de la conducta de sus clientes, uno debe preguntarse qué derecho tienen para permanecer en el negocio. (pp. 14-15)
Karasu, como muchos otros teóricos, pasa por alto el hecho de que una gran cantidad de sufrimiento emocional no se origina exclusivamente en los conflictos sino que es el resultado de déficits y de carencias de información (véase Capítulo 1). Cuando las interrupciones y las lagunas producen patrones psicológicos maladaptativos, ninguna dosis de insight remediará la situación –requiere un sistema de entrenamiento en el que el terapeuta actúe como ayudante, modelo y maestro.
La cuestión más difícil de responder es bajo qué circunstancias determinados métodos serán útiles o peligrosos. Con quién y cuándo es recomendable ser activo y directivo, y con quién es preferible no ofrecer consejos ni asumir una postura directiva. No intervenir nunca porque “el momento en el que el terapeuta adopta una postura, interrumpirá el equilibrio intrapsíquico del conflicto del paciente” (Karasu, 1992, p. 212) es precisamente el tipo de razonamiento que diezmó la asistencia a los centros de entrenamiento analítico y condujo al adviento de la terapia psicodinámica breve. Tal como Messe y Warren (1995) se manifiestan al respecto,
La mayoría de las formas de terapia psicodinámica breve requieren una postura más activa por parte del terapeuta que la terapia psicoanalítica a largo plazo, con el fin de canalizar la terapia en el área del foco dinámico. [Esto puede incluir] la confrontación directa de las defensas del paciente, lo que requiere una muestra franca de la autoridad y asertividad del terapeuta. (p. 46)
Me preocupa que algunos terapeutas aprueben la filosofía del “siempre/ nunca” en lugar de determinar cuándo sí y cuándo no comportarse de cierto modo con clientes particulares. Como señalaba en el artículo sobre la necesidad de “ser un auténtico camaleón” (Lazarus, 1993), un corredor de bolsa acudió a mi consulta solicitando ayuda para sus alternativas laborales, los conflictos con su esposa y sus sentimientos de inseguridad personal. Cualquier intervención activa –e.g., los esfuerzos por introducir la reestructuración cognitiva, la sugerencia de una secuencia de rol-play o la propuesta de alguna tarea para casa– se encontraban con una expresión facial de perplejidad y muy escasa cooperación. Incluso el reflejo empático parecía ocasionar una sensación de impaciencia en el cliente. Se me ocurrió que podía desear durante un período alguien que lo escuchara. En consecuencia, atendí a sus historias de dolor, asentí intermitentemente y me forcé para no hacer comentarios, observaciones, reflexiones, sugerencias o consejos. Me sorprendió cuando el cliente subrayó cuán útil había sido la primera sesión, aquella en la que yo no había dicho literalmente nada. “Me ayudó a colocar las cosas en la perspectiva debida. He decidido que, cuando mi esposa me critica, lo mejor es no llevarle la contraria, sino pedir perdón si creo que tiene razón y limitarme a pedirle datos si creo que está equivocada.” También logró descubrir sus propias soluciones en otras áreas conflictivas. ¿Deberíamos deducir que todos los clientes deben ser tratados de este modo, y que se debe renunciar a las intervenciones activas? ¡En absoluto! ¿Por qué siendo una de las primeras cosas que se enseña en Psicología que todos somos seres únicos, cuando llegamos a la práctica de ciertas psicoterapias creemos que todos procedemos de moldes idénticos?
Los buenos terapeutas adoptan ciertos riesgos calculados. A continuación se presentan dos casos sobre este particular.
CASO 1: EL ARREGLO FELINO
Permítanme decir una vez más que es muy probable que los terapeutas que evitan dar consejos y renuncian a hacer sugerencias pasen por alto muchas oportunidades de ser realmente útiles y que algunas soluciones muy simples pueden generar beneficios insospechados.
Una mujer de 49 años de edad afirmaba que su marido y ella se habían mudado recientemente a Nueva Jersey y que la ausencia de amigos y la soledad consecuente eran “muy depresivas”. Trabajaba durante 4 ó 5 horas al día en un jardín de infancia, pero su marido estaba extremadamente ocupado y su trabajo le impedía que se vieran durante la mayoría de sus horas de vigilia. Se había casado bastante mayor y no tenía hijos a pesar de probar muchas intervenciones médicas para fomentar la fertilidad. “Soy demasiado vieja para pensar en tener niños ahora”, dijo, “y ninguno de los dos queremos optar por la alternativa de la adopción.”
Puedo imaginar a más de un terapeuta que sólo respondería a esta mujer de forma empática, y tras demostrar las buenas dotes de escucha sentiría que su obligación terapéutica está cumplida. Yo adopté una táctica diferente. “¿Por qué no adquiere un animal de compañía?” pregunté. “Hemos pensado en comprar un perro”, contestó, “pero parece que ocasiona demasiados problemas. Francamente, no me gusta la idea de pasear durante horas extrañas del día y de la noche.” “¿Y por qué no coge un gato?”, insistí.
Al día siguiente fue al centro municipal de acogida de animales abandonados. “Cuando entré en el recinto”, dijo, “juro que este gato atigrado me sonrió. Ya sé que los gatos no sonríen, pero Mimi y yo establecimos contacto ocular. Le acaricié y me lamió la mano y ronroneó. Fue un flechazo instantáneo. Lo lleve a casa y esa noche durmió en la cama entre mi marido y yo, y se ha convertido en el ritual de cada noche. Mi marido también adora a esta pequeña persona en cuerpo de gato. Voy corriendo a casa para jugar con él. A Mimi le encanta sentarse en mi regazo y acariciarme las piernas. Mientras cocino la cena me hace compañía –le encanta sentarse en la mesa de la cocina y parece estar observándome.” Conscientemente evité desafiar ninguna de sus presunciones antropomórficas.
El descubrimiento afortunado y casual se produjo cuando la cliente visitó al veterinario para que examinara al gato. En el despacho del veterinario se encontró con otras dos mujeres a quienes también les gustaban los gatos. Iniciaron una conversación y mi cliente, recordando algunos de los comentarios que le había hecho sobre la adopción de riesgos, sugirió que podrían reunirse para tomar café. Anotó los teléfonos de las otras dos mujeres y en poco más de un mes descubrió que ambas eran dos buenas amigas. Afortunadamente, cuando decidieron hacer una cena en compañía de sus cónyuges, todos ellos disfrutaron del evento y a partir de ahí se fueron generando unas buenas amistades.
En este momento, nosotros habíamos tenido tres sesiones y la cliente dijo, “Creo que no necesito verle más.” Por supuesto ya no estaba sola ni deprimida. Le pedí que me enviara un informe de seguimiento un mes más tarde. Me llamó para darme buenas noticias. Mimi se había convertido en un miembro integral de la familia y era una fuente constante de alegría. Su marido le había presentado a otra “maravillosa pareja” a quienes había conocido a través de su trabajo. “Ahora conocemos a tres parejas a quienes consideramos como buenos amigos y por lo tanto, siempre tenemos alguna visita o con quien salir durante los fines de semana. Bueno, tengo que decirle que ahora nos sentimos como en casa.” Un año más tarde aproximadamente, encontré a esta cliente en el supermercado y mantuvimos una pequeña conversación. La cliente concluyó, “Usted hizo un milagro conmigo.”
Tras este encuentro empecé a tener ciertas dudas. ¿Qué pasaría si moría Mimi? ¿Sólo habían sido paliativas nuestras tres sesiones? ¿Había aprendido algo que tuviera un valor duradero? Dejando a un lado toda cautela, la llamé y le formulé todas estas preguntas. Una de sus frases me bastó. “¿Puedo decirle algo?” dijo, “Con o sin Mimi, nunca me quedaré sin un animal, y tengo un modo directo y relativamente fácil de hacer nuevos amigos.”
CASO 2: CARACTERÍSTICAS FÍSICAS
Una situación completamente diferente se produjo cuando, alrededor de los años setenta, acudió a mi consulta una mujer de unos veintitantos años que ya había sido atendida por varios terapeutas sin haber logrado ningún progreso. Su problema presente era lo que ella denominaba “depresión generalizada.” Manifestó que había estado tomando 150 mg de Tofranil durante el mes anterior pero que no advertía ninguna mejoría. Cuando le pregunté si podía recordar algún momento en el que no hubiera estado deprimida, dijo que quizá antes de los 4 ó 5 años. Se sentía sola, inadecuada, presentaba fobia y alejamiento social y narró un historial de rechazo por parte de sus compañeros. “¿Hay alguna cosa que le produzca placer?”, le pregunté. La cliente contestó, “Soy corredora de fondo y el único momento en el que me siento en paz es cuando corro, lo que hago casi a diario.” Añadió que probablemente trataba de correr y alejarse del mundo y de sí misma.
Mientras escuchaba sus lamentos, me sorprendió que esta mujer tan joven tuviera unos dientes tan salientes y tan descoloridos, una enorme nariz y que casi careciera de mentón. Con mucho tacto le pregunté si había sido motivo de burla en alguna ocasión y ella facilitó mi tarea afirmando que siempre había sido considerada fea. Muchas personas pueden hacer poco o nada con relación a su grado de atractivo o falta del mismo (incluso con cirugía maxilofacial), pero la nariz, los dientes y el mentón son todos fáciles de corregir. ¿Se pueden contemplar tales aspectos en una entrevista inicial?
Seguimos hablando sobre su historial de depresión, su entorno familiar, su falta de aceptación por sí misma y su estilo de vida solitario. Sus sentimientos hacia su hermano pequeño, socialmente hábil, también fueron considerados. Me seguía preguntando cómo se sentiría si dirigía la atención a su nariz, dientes y mentón. ¿Le parecería que soy superficial, sexista o que la estoy insultando? (Esto no es específico del género, he comentado con muchos clientes masculinos algunos defectos corregibles relativos a su aspecto físico y a su atuendo).
Le pregunté por sus terapeutas anteriores. ¿En qué aspectos se habían centrado? La rivalidad entre hermanos, el narcisismo de su madre, la ausencia de padre, sus sueños y fantasías. Parecía que ninguno de sus anteriores terapeutas se había referido a su aspecto físico. Decidí que iba a arriesgarme. Lo hice comentando en primer lugar las injusticias sociales, señalando que las mujeres, en comparación con los hombres, eran víctimas de un excesivo énfasis social sobre su aspecto y apariencia física. Defensivamente dije, “Todos sabemos que la belleza está por debajo de la piel, pero aun así, las mujeres guapas tienen ventajas en el vida.” No sé si se fijó en la superficialidad del comentario o en que la belleza se encuentra en el ojo del que mira, pero respondió, “Sí, estoy de acuerdo. Las chicas guapas consiguen todos los premios, incluso aunque sus cabezas estén rellenas de algodón.”
“Si me permite decirlo, usted tiene tres rasgos que podrían cambiar su vida si fueran rectificados. La cirugía plástica en su nariz y mentón y alguna cosmética dental podrían cambiar su mundo.” Me sentía tenso mientras hacía estas sugerencias y me sentí muy aliviado y motivado cuando todo lo que ella dijo fue, “Ya. ¿Pero quién puede permitírselo?” Aventuré que quizá una solicitud de su psiquiatra
y otra mía para su compañía de seguros, señalando que no se trataba de cirugía cosmética por razones de vanidad sino que era algo esencial desde el punto de vista psiquiátrico, podría conducir a su seguro a tomar cartas en el asunto. Sin embargo, una vez más la casualidad fortuita desempeñó su rol. Comenté este caso en una de mis clases y un estudiante dijo que un tío suyo, buen cirujano plástico, trabajaba en la zona y que probablemente estaría dispuesto a ofrecer sus servicios a un precio moderado. Algunas semanas después supe que todos los preparativos estaban dispuestos. Entonces me marché al extranjero durante un período de un mes. Poco después de mi regreso, llamé a la cliente, me dijo que se había sometido a la cirugía plástica y que estaba a punto de acudir al dentista para arreglar su dentadura. “Le mantendré informado”, me dijo.
Un mes más tarde aproximadamente, mi secretaria me dijo que en la sala de espera había una mujer joven y que deseaba verme durante un par de minutos. Una elegante y atractiva mujer me sonreía según entraba en la sala de espera. Me presenté y dije algo como, “¿Quería verme?” Pareció divertirle mi comentario y le pregunté si la conocía y si había olvidado quién era. Le pregunté si nos habíamos visto antes y entonces comprendí quién era. Debí de parecer perplejo. Era sorprendente. ¡Qué curioso que la alteración de unos pocos centímetros puedan provocar tal cambio en la fisionomía humana! Expresé mi sorpresa. Hablamos durante unos minutos y ella dijo, “Quizá necesite terapia en el futuro para aprender a manejar el juego de las relaciones con los hombres. Eso también es algo nuevo para mí.”
Me arriesgué una vez más y le pregunté qué sentía sobre el hecho de ser la misma persona que antes pero con una cara bonita. Recuerdo que su respuesta literal fue: “Pongámoslo de este modo –Ya no estoy deprimida ni siento soledad, y hay que aceptar la vida tal cual es.” Ésta fue en mi opinión, por citar el título del libro de Talmon (1993), una solución de una única sesión.
El caso anterior me lleva a subrayar que muchos problemas articulados en terapia está compuestos por la reticencia del terapeuta bien intencionado a mencionar lo que los clientes ya han aceptado como hechos. De esta forma se retarda el proceso, suponiendo que las intervenciones directas perjudicarán aún más al ya frágil consumidor. Mi postura es que los patrones de evitación refractarios, la auto-conciencia, la desconfianza en los otros y la no-aceptación de uno mismo se enraízan muchas veces en patrones relacionales donde predominan la deshonestidad y la superficialidad. Para romper estos patrones, el terapeuta debe colaborar con los clientes allí donde se requiera y del modo más oportuno.
En este capítulo se ha subrayado que el punto de vista existencial, las reflexiones rogerianas, las interpretaciones freudianas y otras intervenciones del estilo son poco útiles para promover el cambio rápido en personas que se someten a tales tratamientos. Hace muchos años, Karl Menninger (1958), en el prefacio a su libro Teoría de la Técnica Psicoanalítica, afirmaba: “Seguramente el continuo desarrollo de nuestro conocimiento nos ayudará a buscar vías más rápidas y menos caras para aliviar los síntomas y para reconducir a los viandantes errantes” (p. xi). Puede decirse, sin temor a la contradicción, que hemos llegado a ese momento.
Fuente:
El enfoque multimodal, una psicoterapia breve y completa (Arnold A. Lazarus) pp. 81-86
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